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El problema no es que el subte sea cuasi arcaico. El problema no es que las ventanas rechinen, el calor agobie y que no haya asientos para descansar.
El problema no es que al cerrarse las puertas, produzcan un ruido molesto que nos haga sobresaltar y olvidarnos de nuestros auriculares y celulares. El problema no es que las luces se apaguen a la altura de Alberti, y tampoco es verdaderamente una molestia que nos olvidemos que entre Pasco y Alberti hay una cuadra de diferencia. El problema es que el recorrido se acaba, el motor disminuye su marcha, los pasajeros van descendiendo a medida que avanzamos (¿no debería ser al revés?), caen las horas, pesan en las piernas, los bolsos y las mochilas. La ansiedad recorre la espina de todos los pasajeros y entonces nos damos cuenta cuál es el verdadero problema. No hay pausas. El subte va a llegar a destino.






Y no queremos bajar.














O silencio das estrelas